Al cielo también le riñen



Había comenzado a llover. Desde la sala había estado observando toda la tarde el cielo. A ráfagas intermitentes -entre descansos de su discurso- miraba por las ventanas para deleitarse con la gama de grises, le fascinaba esos colores alumbrados con los destellos de luz. Desde pequeño admiraba la forma en que se resquebrajaba la bóveda celeste, su joven mente recreaba la escena de un Zeus muy enfadado, tan lleno de rabia que emitía gritos en forma de truenos y lanzaba rayos. La escala cromática que se extendía ante sus ojos no era otra cosa para él que el sufrimiento de un cielo que al final acababa llorando.

Apoyado con las manos sobre el cristal observaba como las gotas chocaban a un ritmo desigual sobre la superficie de los coches, un repiqueteo suave llegaba a sus oídos ahora que la estancia se encontraba vacía. Había sido un día agotador. Volvió tras sus pasos y se sentó en su silla, tendría que esperar… pero no sabía cuánto. Esa espera le suponía un placer enorme, si había afrontado las vicisitudes de esa jornada con una euforia distinta a la de otros días era esperando ese momento. El hecho de saberlo cerca le reportaba un goce difícil de traducir en palabras.

Fue esa niña repipi y cursi con sus gafas redondas, la que le vino al recuerdo.

María

A sus nueve años tenía una dicción perfecta, una habilidad extrema para ganar a las canicas y un conocimiento del mundo muchos más avanzado del que poseían los chicos del pueblo. Una tarde lluviosa de enero tuvieron que refugiarse en el pórtico de la iglesia, les sorprendió la intensidad del agua mientras se encarnizaban en una lucha frenética de supervivencia. Llegaron exhaustos a los arcos y no se dio cuenta de que el Padre Luis estaba allí fumando. El padre Luis tenía una percepción desacertada de María, ¡Oh, sí! engañado por su falsa apariencia física de ángel celestial siempre le dio el atributo de la debilidad. Le cogió de sorpresa aquel sermón inesperado.

Al evocar la astucia de aquella niña, no podía dejar de asombrarse, aunque, ahora, tras el paso de los de los años, podía comprender que era difícil no sucumbir a sus encantos. Su inteligencia es el campo magnético del que no ha podido desprenderse nunca. Esa tarde María escenificó con excelencia uno de los mejores papeles de su vida; el de pequeña inocente. Todavía era capaz de sentir el haz de dolor que le recorrió por el estómago con sus dos puñetazos; nunca llegó a entender por qué le pegó. Y no es eso lo que más le dolió, desde luego que no. Tampoco fueron las palabras del Padre Luis que le catalogaron como lo que hoy sería un maltratador o abusador, no. Ni las cuatro semanas que estuvo condenado a preparar la homilía. Lo que creó una herida, que hasta hoy se ha mantenido abierta, fue la mirada que le regaló y el dibujo maquiavélico de sus labios… Se preguntaba qué habría sido de ella. Sin duda, fue la primera mujer que le ganó.

Miró el reloj colgado del techo, suspendido y anclado por esa gruesa cadena daba una sensación de péndulo muy desconcertante. ¿A quién se le habría ocurrido? Suspender el tiempo de aquella forma le resultaba, cuando menos, curioso en ese preciso instante. Se le antojaba un capricho travieso del destino el verse allí observándolo. Infinidad de veces lo había rodeado en las peroratas interminables que lanzaba a sus pupilos, incluso con alguna de las leyes había llegado a atravesarlo. Sin embargo, hoy…

Sin dejar de mirar el recorrido del minutero se aproximó a colocarse justo debajo. Desde allí contempló la habitación y miró en derredor… silencio. Una cadencia de golpes ritmos fueron acentuándose en sus oídos hasta desplazar sus pensamientos y centrar toda su atención en aquella música… Reconocía aquel golpe repetido sobre el mármol, esos pasos.

No tuvo tiempo ni margen de reacción, sus cinco sentidos se alinearon en un corpúsculos ínfimo y primitivo, dando forma a la necesidad que había intentado de contener inútilmente. No había vuelta atrás.

Hola…





Soraya.


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